Por Juan Goytisolo
A media tarde me habían telefoneado desde el cuartel para decirme que el martes entraba de guardia. Tenía por lo tanto tres días libres. Mi primera idea fue llamar a Borés, que acababa de cumplir la semana en el cuartel de Pedralbes.
– Mi viejo se ha largado a Madrid y ha olvidado las llaves del auto.
– Hace dos noches que no pego un ojo –me contestó.
– ¿Putas? –dije.
– Chinches. Toda la Residencia de Oficiales está infestada.
Cuando llegué a la cafetería, me esperaba ya. Estaba algo más blanco que de costumbre y me mostró las señales del cuello.
–Lo que es esta vez no son mordiscos.
–¿Qué dice tu madre? –pregunté yo. Borés vació su ginfís de un trago.
–Desde que empecé el servicio anda más tranquila. : Manolo se acercó a servimos con una servilleta doblada sobre el brazo.
–¿Qué piensa de toda esta gresca, don Rafael?
Con un ademán, indicó la cadena de altavoces encaramados en los árboles y los escudos que brillaban en los balcones de las casas.
–Turismo –repuse–. El coste de la vida sube, y de algún modo deben sacar los cuartos.
–Eso mismo me digo yo, don Rafael.
–Aquí no es como en Roma… La gente va muy escaldada.
Retrepados en los sillones de mimbre, observamos el desfile de peregrinos. Tenía una sed del demonio y me bebí tres ginfís.
Borés controló el paso de once monjas y siete curas.
–Por ahí cuentan que con la expedición americana viene un burdel de mulatas.
–Algo tienen que ofrecer al público. Con tanto calor y las apreturas…
–¿Qué te parece si fuéramos a dar un vistazo? ii; –¿A la Emilia?
–Sí. A la Emilia. Al arrancar, Manolo nos deseó que acabáramos la noche en buena compañía. Aunque eran las once, las calles estaban llenas de gente. Los altavoces transmitían música de órgano yen la luz roja de Canaletas cedimos el paso a un grupo de peregrinas.
–¿Crees que…? –preguntó Borés, asomando la cabeza.
–Quién sabe… Seguramente hay muchas mezcladas.
–Invítalas a subir.
–Recuerda lo que ocurrió .la última vez –dije.
En las Ramblas, el tránsito se había embotellado y aguardamos frente al Liceo durante cerca de diez minutos. Al fin, aparcamos el coche en Atarazanas y subimos a pie por Montserrat. La mayor parte de los bares estaban cerrados y en los raros cafés abiertos no cabía una aguja.
–Luego dicen que no hay agua en los pantanos –exclamó Borés, señalando las luminarias.
–Eres un descreído –le reprendí–. En ocasiones así se tira la casa por la ventana
Por la calle Conde de Asalto discurría una comitiva tras un guión plateado. Varios niños salmodiaban algo en latín.
Casa Emilia quedaba a una veintena de metros y contemplamos la fachada, asombrados. Resaltando entre las cruces de neón de la calle, sus balcones lucían un gigantesco escudo azul del Congreso.
–Caray–dijo Borés–. ¿Has visto…?
–A lo mejor la han convertido también en capilla…
La luz del portal estaba apagada y subimos la escalera tientas. En el rellano, tropezamos con dos soldados.
–Están ustés perdiendo el tiempo –dijo uno–. No hay nadie.
–¿Y las niñas?
–Se han ío.
Volvimos a bajar. Por la calzada desfilaban nuevos guiones y los observamos en silencio por espacio de unos segundos.
–¿ Vamos al Gaucho?
–Vamos.
Al doblar la esquina, oí pronunciar mi nombre y mil atrás. Ninochka espiaba la procesión desde un portal y nos hacía señales de venir.
–Viciosos… –dijo atrayéndonos al interior del zaguán, ¿no os da vergüenza?
Iba vestida de negro, con un jersey con mangas cerrado hasta el cuello y ocultaba su pelo rubio platino bajo un gracioso pañuelo mantilla.
–¿Qué es este disfraz?
–Chist. Callaos. –Al sonreír se le formaban dos hoyuelos en la cara– Se las han llevado a todas….En caminos…
–¿Cuándo?
–Esta mañana –apuntó al altavoz que tronaba en lo alto del farol–. El señor ese ha dicho que cuando llegue el Nuncio la ciudad debe estar limpia.
–¿Y tú?
–Me escapé de milagro –volvió a mostrar el altavoz, con un mohín–. Dice que no somos puras.
–Difamación –exclamé yo–. Calumnia.
–Eso es lo que digo –Ninochka se arregló la mantilla, con coquetería–. A! fin y al cabo, somos flores. Arrugadas y marchitas, pero flores… Lo leí en una novela… Las hijas del asfalto… ¿La conoces?
–No.
–Pasa en el Mulén Ruxe de París… Es muy bonita.
–¿ Y dónde han mandado las flores? –preguntó Borés.
–Fuera. A los pueblos. A tomar el aire del campo.
–¿No sabes dónde?
–A la Montse y la Merche, las han llevado a Gerona.
–Habría que ir a consolarlas –dije yo––, ¿no te parece?
–Las pobrecillas –murmuró Borés–. Deben sentirse tan solas…
–¿ Vienes? –pregunté a Ninochka.
–¿Yo? –Ninochka reía de nuevo––. Yo voy a la Adoración Nocturna… Como María Magdalena… Arrepentida…
A! despedimos, me mordió el lóbulo de la oreja. Estaba terriblemente atractiva con la mantilla y su jersey casto.
–¿Crees que encontraremos algo? –pregunté a Borés mientras ponía el motor en marcha.
–La noche es larga. No perdemos nada probando.
En el Paseo de Colón el tránsito se había despejado y bordeamos la verja del parque, camino de San Andrés.
–A lo mejor es una macutada.
–Por el camino nos enteraremos.
Habíamos dejado atrás los últimos escudos luminosos y avanzamos a ciento veinte por la carretera desierta. Nuestro primer alto fue en Matará.
–¿Ha visto usted un camión lleno de niñas? –pregunté al chico del bar.
–Yo no, señor –sus ojos brillaban de astucia–o Pero he oído decir al personal que han pasado más de cinco.
–¿Hacia Gerona?
–Sí. Hacia Gerona.
Nos bebimos las dos ginebras y le dejé una buena propina.
–Uno de mis clientes … Un notario … ha tomado el mismo camino que ustedes hace sólo unos minutos.
Borés le agradeció la indicación y subimos de nuevo al coche. En menos de un cuarto de hora, dejamos atrás la carretera de Blanes. En una de las curvas de la sierra alcanzamos un Lancia negro, que conducía un hombre con gafas.
–Debe de ser el notario –dijo Borés.
–El tío parece que lleva prisa.
–Acelera … Si me quita a la Merche, me lo cargo.
El parador de turismo tenía encendidas las luces y nos detuvimos a beber unas copas.
–¿Ha visto … ? –preguntó Borés, al salir, indicando la carretera.
–Sí, sí –repuso el barman, riendo–o Adelante.
En el cruce de Caldas volvimos a atrapar al notario. Borés se frotaba las manos excitado, y le largó una salva de insultos a través de la ventanilla.
–La Merche es para mí, y Dorita, y la Mari …
A una docena de kilómetros de la ciudad, frené junto a un individuo que nos hacía señales con el brazo.
–¿Van a Gerona?
–Suba.
El hombre se acomodó en el asiento de atrás, sin sacarse la boina.
–Parece que hay fiesta por ahí –aventuró Borés al cabo de un rato.
–Sí. Eso dicen … –Hablaba con fuerte acento catalán–. En mi pueblo todos los chicos han ido …
–¿Y usted?
–También voy –en el retrovisor le vi guiñar un ojo–.He esperado a que mi mujer se fuera a la cama…
La barriada dormía silenciosa y torcí por Primo de Rivera hacia el Oñar. Desde el puente, observé que los cafés de la Rambla estaban iluminados. Un camarero iba de un lado a otro con una bandeja y un grupo de gamberros se dirigía hacia la catedral, dando gritos.
–Mira… –dije yo.
. El paseo ofrecía un extraordinario espectáculo. Sentadas en las sillas, acodadas en las barras de los bares, tumbadas sobre los bancos y los veladores había docenas de mujeres silenciosas, que nos contemplaban como a una aparición venida del otro mundo. El campanario de una iglesia daba las dos y muchas se recostaban contra la pared para dormir. Algunas no habían perdido aún la esperanza y nos invitaban a acercamos.
–Vente pa aquí, guapo.
–Una cama blandita y no te cobraré ni cinco.
Borés y yo nos abrimos paso hacia las arcadas. Venidos de todos los pueblos de la comarca, los tipos discutían, riendo, con las mujeres y se perdían por las callejuelas laterales, acompañados, a veces, de tres o cuatro. Los hoteles estaban llenos y no había una cama libre. Los afortunados poseedores de una habitación se acostaban gratis con las muchachas más caras.
–Llévame contigo, cielo…
–Anda… Ven a dormir un ratito…
A la primera ojeada, descubrimos a Merche. Estaba sentada en un café, fumando, y al vemos, no manifestó ninguna sorpresa.
–Dominus vobiscum –se limitó a decir, a modo de saludo.
–Ite missa est
Con ademán distraído nos invitó a instalamos a sulado.
–Perdonarán que el «livinrún» esté sucio –se excusó–. Mi doncella está afiliada al sindicato y no trabaja el sábado.
El camarero hizo notar su presencia con un carraspeo.
Borés pidió dos ginebras y otro café.
–¿De imaginaria? –preguntó cuando se hubo ido.
–Las clases ociosas solemos dormir tarde –repuso Merche.
Su rostro reflejaba gran fatiga. Como de costumbre no se sabía si hablaba en serio, o bromeaba.
–Hace un par de horas pasamos por el barrio y Ninochka nos contó lo ocurrido.
–Es una iniciativa del Ministerio de Turismo –Merche apuró el café de su taza–. Como éramos incultas nos ha pagado un viaje… Agencia Kuk… Ver mundo…
–¿No has encontrado cama? –pregunté yo.
En lugar de contestarme, se encaró con Borés, sonriente.
–¿Y vosotros?… ¿Por qué estáis aquí?… ¿Han echado también a los hijos de buena familia?
–Sólo a los depravados –dijo él.
–Ah… A los depravados, sólo… Temía…
Los ojos se le cerraban de sueño. Borés cambió una mirada conmigo.
–Mi padre tiene un despacho cerca de aquí –explicó–. Si quieres, podemos dormir los dos juntos.
–Gracias, vida –dijo Merche–. Eres un amor de chico.
Bebimos las dos ginebras y el café. Una mujer roncaba en la mesa del lado y los gamberros corrían aún dando gritos.
–Yo beberé otra copa, y ahueco.
–Entonces, telefonea a casa… Di que me he quedado a dormir en tu estudio.
Los miré alejarse hacia el barrio de la catedral. Cogidos del brazo. Luego pagué la nota del bar y caminé en dirección al río. Las mujeres me volvían a llamar y bebí otras dos ginebras. Aquella noche absorbía el alcohol como nada. Yo solo hubiera podido vaciar una barrica.
–Congresos así debería haber to los años –decía un hombre bajito a mi lado–, ¿no le parece, compadre?
Le contesté que tenía razón y, si la memoria no me engaña, creo que bebimos un trago juntos.
No sé a qué hora subí al coche, ni cómo hice los cien kilómetros que me separaban de Barcelona. Cuando llegué había amanecido y, por las calles adornadas, circulaban los primeros transeúntes.
Sólo recuerdo que una brigada de obreros barría el suelo, preparando la procesión y que, al mirar al balcón de mi cuarto, descubrí un flamante escudo.
–Debe ser cosa de mamá –expliqué al sereno.
Procurando no hacer ruido, me colé hasta el cuarto de baño y abrí el grifo de la ducha.