Por Ricardo Lindo Fuentes
El escriba se deslizó pueblo adentro, con la cabeza doblegada por un antiguo temor. Evitó las callejuelas de los artesanos que laboraban afanosamente, y ni siquiera lo hubieran visto pasar. Pero él temió esos ojos que se inclinaban sobre las fibras de tule, mientras estas se convertían en canastas bajo los agiles dedos; él temió a la alfarera que en esos momentos mojaba el barro con un huacal de morro.
Su mirada escrutadora lo habría seguramente observado, aunque ella pareciera no hacerlo, los tejedores y los carpinteros habrían hecho algún comentario, o al menos eso pensaba él.
Todos sabían que era borracho, y que por eso lo despidieron de un mísero empleo en la Alcaldía, aunque el Alcalde, que también era borracho pero del Partido, todavía lo buscaba para que le hiciera trabajos, porque era el único que sabía escribir en el pueblo.
Él escribía cuanto le encomendaban, con una mala ortografía pero con una hermosa letra llena de volutas, y estaba consciente de que sus escritos se parecían a los escritos antiguos, los de los amarillos papeles del archivo colonial.
Su rostro lleno de humo y de silencio estaba marcado por el estigma de la melancolía, pero él lo olvidaba cuando las palabras tomaban forma entre sus manos como el tule en los dedos de los tejedores.
Sus pies descalzos habían atravesado, a todo esto, el barranco, y ni siquiera evitó, al pasar, las ramas espinosas que desgarraban su camisa y su pantalón de manta, ya demasiado raídos.
Entro a su pequeña y oscura casa de bahareque, que permanecía aislada y como sumergida en la vegetación, y se encerró aliviado.
Dentro de esas paredes donde apenas un ventanuco filtraba un poco de luz, era libre, pues nadie habría podido contemplar entonces la inmensidad de su pena.
Advirtió que le quedaba un poco de alcohol. Bebió un sorbo, llorando, y pensó que las tierras y los cielos no habían sido hechos para él.
En vano derramaba el sol su dadiva, en vano caían los aguaceros sobre los techos, los plantíos, las calles, porque todo eso era para los otros.
Entonces, por primera vez, se inclinó sobre su destartalada mesa para escribir algo que no le habían encomendado. Habló de la belleza de la joven maestra que le dio a conocer, ya adulto, las primeras letras. Conto como todos se dedicaban a lo que permite obtener bienes, mientras él escudriñaba los libros, fascinado por esas voces posadas en las páginas como las aves en las ramas.
Escribió que esa extraña afición le había ganado la soledad y la pobreza, y que en ese amor a las palabras había dejado su vida.
Al día siguiente lo encontraron ahorcado.
Vieron un puñado de páginas sobre la mesa, pero como nadie las entendía, las arrojaron a la basura.