Por Italo Calvino
El señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien; porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila, porque el hombre que pasa se siente inoportuno, porque el tabú de la desnudez queda implícitamente confirmado, porque las convenciones respetadas a medias propagan la inseguridad e incoherencia en el comportamiento en vez de libertad y franqueza.
Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera invisible que circunda las personas. Pero -piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular- yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa; esta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retrógrada.
De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo de rozar con ecuánime uniformidad la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo. Sí -reflexiona, satisfecho de sí mismo, prosiguiendo el camino-, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara más que la mirada de una gaviota o de una merluza.
¿Pero será justo proceder así? -sigue reflexionando-. ¿No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino? ¿No estoy, quizá, perpetuando la vieja costumbre de la supremacía masculina, encallecida con los años en insolencia rutinaria?
Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al deslizar su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviación, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acompaña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada. Creo que así mi posición resulta bastante clara -piensa Palomar-, sin malentendidos posibles. ¿Pero este sobrevolar de la mirada no podría al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciación de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomaníaca y de concupiscencia como pecado…
Tal interpretación va contra las mejores intenciones de Palomar que, pese a pertenecer a la generación madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio en las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad más abierta de la sociedad, sea porque esa visión en particular le resulta agradable. Este estímulo desinteresado es lo que desearía llegar a expresar con su mirada. Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez más hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemente el paisaje, se detendrá en los senos con cuidado especial, pero se apresurará a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cúspides nimbadas.
Esto tendría que bastar para tranquilizar definitivamente a la bañista solitaria y para despejar el terreno de inferencias desviantes. Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogiéndose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un sátiro.
El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito las intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar.