Por Silvina Ocampo
Esperaba verlo pero no inmediatamente, porque hubiera sido demasiado grande mi perturbación. Siempre postergaba nuestro encuentro, por algún motivo que él entendía o no. Un simple pretexto para no verlo o para verlo otro día. Y así pasaron los años, sin que el tiempo se hiciera sentir, salvo en la piel de la cara, en la forma de las rodillas, del cuello, del mentón, de las piernas, en la inflexión de la voz, en el modo de caminar, de escuchar, de colocar una mano en la mejilla, de repetir una frase, en el énfasis, en la impaciencia, en lo que nadie se fija, en el talón que aumenta de volumen, en las comisuras de los labios, en el iris de los ojos, en las pupilas, en los brazos, en la oreja escondida detrás del pelo, en el pelo, en las uñas, en el codo, ¡ay, en el codo!, en la manera de decir ¿qué tal? o realmente o puede ser o ¿a qué horas? o no le conozco. No, Brahms no, Beethoven, bueno, algunos libros. El silencio, que era más importante que la presencia, tejía sus intrigas. Ningún encuentro, que no fuera totalmente absurdo, se producía: un montón de paquetes me cubría y él, comiendo pan y empuñando una botella de vino y una de Coca-cola, pretendía estrecharme la mano. Invariablemente alguien tropezaba y el adiós resultaba anterior al ¿qué tal? El teléfono llamaba, equivocado siempre, pero la respiración de alguien correspondía exactamente a su respiración, y surgían entonces, en la oscuridad del cuarto, los ojos de él, en el color aparecía el timbre de aquella voz sin fondo, una voz que la comunicaba con el desierto o con algunas ramificaciones de un río que corre entre las piedras sin llegar jamás a su desembocadura, un río cuyo nacimiento, en las más altas montañas, atraía a los pumas o a los fotógrafos que venían de muy lejos a ver esas maravillas. Me agradaba ver a personas parecidas a él. Algunas que tenían mirada casi idéntica, si entrecerraban los ojos; o un modo de cerrar totalmente los párpados, como si algo doliera. Me agradaba también hablar con personas que solían hablar con él o que lo conocían mucho o que irían a verlo en esos días. Pero ya el tiempo corría, como un tren que tiene que llegar a destino, cuando el guarda golpea la puerta del pasajero que está durmiendo o anuncia la estación próxima, el término del viaje. Teníamos que encontrarnos.
Tan acostumbrados a no vernos estábamos que no nos vimos. Aunque no estoy segura de no haberlo visto, siquiera por la ventana. En aquella luz tenebrosa de la tarde, sentí que algo me faltaba. Pasé frente a un espejo y me busqué. No vi dentro del espejo sino el armario del cuarto y la estatua de una Diana Cazadora que jamás había visto en ese lugar. Era un espejo que fingía ser un espejo, como yo inútilmente fingía ser yo misma.
Entonces sintió miedo de que se abriera la puerta y que él apareciera en cualquier momento y que terminaran las postergaciones que mantenían vivo su amor. Se echó al suelo sobre la rosa de una alfombra y esperó, esperó a que dejara de sonar el timbre de la puerta de la calle, esperó, esperó y esperó. Esperó que se fuera la última luz del día, entonces abrió la puerta y entró el que no esperaba. Se tomaron de la mano. Se echaron sobre la rosa de la alfombra, rodaron como una rueda, unidos por otro deseo, por otros brazos, por otros ojos, por otros suspiros. Fue en ese momento cuando la alfombra empezó a volar silenciosamente sobre la ciudad, de calle en calle, de barrio en barrio, de plaza en plaza, hasta que llegó a los confines del horizonte, donde empezaba el río, en una playa árida, donde crecían las totoras y volaban las cigüeñas. Amaneció lentamente, tan lentamente que no advirtieron el día ni la falta de noche, ni la falta de amor, ni la falta de todo por lo que habían vivido esperando ese momento. Se perdieron en la imaginación de un olvido —él para otra, para otro ella— y se reconciliaron.