Por Clarice Lispector
La mujer y la madre se acomodaron por fin en el taxi que las llevaría a la estación. La madre contaba y recontaba las dos maletas tratando de convencerse de que ambas estaban en el carro. La hija, con sus ojos oscuros, a los que un ligero estrabismo daba un continuo brillo de ironía y frialdad, la observaba.
—¿No me olvidé nada? —preguntaba por tercera vez la madre.
—No, no olvidaste nada —respondía divertida la hija, con paciencia.
Aún estaba bajo la impresión de la escena un tanto cómica entre su madre y su marido, a la hora de la despedida. Durante las dos semanas de la visita de la vieja, los dos apenas si se habían soportado; los buenos días y las buenas tardes sonaban a cada momento con una delicadez cautelosa que casi la hacía reír. Pero he aquí que a la hora de la despedida, antes de entrar al taxi, la madre se había transformado en suegra ejemplar y el marido se había convertido en un buen yerno. «Perdona alguna palabra mal dicha», había comentado la vieja señora, y Catarina, con cierta alegría, había visto a Antonio embarullado con las maletas, gagueando, procurando ser un buen yerno. «Si me río, pensarán que estoy loca», había pensado Catarina frunciendo el entrecejo. «Quien casa a un hijo pierde un hijo, quien casa a una hija gana un hijo», había agregado la madre, y Antonio aprovechó su gripa para toser.
Catarina, de pie, observaba con malicia al marido, cuya seguridad se había desvanecido para dar campo a un hombre moreno y menudo, forzado a ser hijo de aquella mujercilla grisácea… Fue entonces cuando el deseo de reír se tornó más fuerte. Por suerte, nunca necesitaba reír realmente cuando sentía ganas de hacerlo: sus ojos adquirían una expresión astuta y contenida, se hacían más estrábicos, y la risa salía por los ojos. Le dolía un poco no ser capaz de reír. Pero nada podía hacer al respecto: desde pequeña había reído por los ojos, desde siempre había sido estrábica.
—Sigo diciendo que el niño está flaco —dijo la madre, luchando contra los bamboleos del carro. Y a pesar de que Antonio no estaba presente, ella usaba el mismo tono de desafío y acusación que empleaba delante de él. Tanto que una noche Antonio se había molestado: ¡no es mi culpa, Severina! Llamaba a la suegra Severina, pues antes del matrimonio planeaba portarse como un yerno moderno. Pero ya en la primera visita de la madre a la pareja, la palabra Severina se había tornado difícil en la boca del marido, y ahora, el hecho de llamarla por su nombre no había impedido que… Catarina los miraba y reía.
—El niño siempre fue flaco, mamá —le respondió. El taxi avanzaba monótonamente. —Flaco y nervioso —agregó la señora con decisión.
—Flaco y nervioso —asintió Catarina, paciente. Era un niño nervioso, distraído. Durante la visita de la abuela se había vuelto aún más distante, había dormido mal, perturbado por los cariños excesivos y los besuqueos de la vieja. Antonio, quien nunca prestara mucha atención a la sensibilidad del niño, empezó a lanzar indirectas a la suegra, «a proteger al niño»…
—No me olvidé de nada… —recomenzaba la madre, cuando un frenón súbito las lanzó una contra la otra y desordenó las maletas—. ¡Ah! ¡Ah! —exclamó la madre, como si estuviera frente a un desastre irremediable, ¡ah!, balanceando sorprendida la cabeza, de repente envejecida y pobre. ¿Y Catarina? Catarina miraba a la madre, y la madre miraba a la hija, ¿también a Catarina le sucedió un desastre? Sus ojos parpadearon sorprendidos, arreglaba deprisa las maletas, el bolso, procurando remediar lo más rápidamente posible la catástrofe. Porque, de hecho, había sucedido algo, sería inútil ocultarlo: Catarina había sido lanzada contra Severina, en una intimidad de cuerpos desde hacía mucho olvidada, venida del tiempo en que se tienen padre y madre. A pesar de que nunca se habían abrazado y besado realmente. Del padre, sí, Catarina siempre había sido más amiga. Cuando la madre les llenaba los platos obligándolos a comer en exceso, los dos se hacían un guiño de complicidad y la madre no lo notaba. Pero después del choque en el taxi y después de recomponerse, no tenían nada de qué hablar; ¿por qué no llegaban pronto a la estación?
—¿No me olvidé de nada? —preguntó la madre con voz resignada. Catarina no quería mirarla más, ni responderle.
—¡Toma tus guantes! —le dijo, recogiéndolos del suelo.
—¡Ah!, ¡ah!, ¡mis guantes! —exclamaba perpleja la madre. Sólo se espiaron realmente cuando las maletas fueron dispuestas en el tren, después de cambiados los besos: la cabeza de la madre apareció en la ventana. Catarina vio entonces que su madre estaba envejecida y tenía los ojos brillantes. El tren no partía y ambas esperaban sin tener que decirse. La madre sacó el espejo del bolso y se examinó con su sombrero nuevo, comprado en la misma sombrerería de la hija. Se miraba, componiendo un aire excesivamente severo donde no faltaba alguna admiración por sí misma. La hija observaba divertida. Nadie más puede amarte sino yo, pensó la mujer riendo por los ojos; y el peso de la responsabilidad llevó a su boca un gusto de sangre. Como si «madre e hija» fuera vida y repugnancia. No, no se podía decir que amaba a su madre. Su madre le dolía, era eso. La vieja había guardado el espejo en el bolso, y la miraba sonriendo. El rostro gastado y aún enérgico parecía esforzarse por dar a los otros alguna impresión de la cual el sombrero haría parte. La campanilla de la estación tocó de súbito, hubo un movimiento general de ansiedad, varias personas corrieron pensando que el tren ya partía: ¡mamá!, dijo la mujer. ¡Catarina!, dijo la vieja. Ambas se miraban asombradas, la maleta en la cabeza de un maletero interrumpió su visión y un joven que corría asió en su marcha el brazo de Catarina, removiendo el cuello de su vestido. Cuando pudieron verse de nuevo, Catarina estaba a punto de preguntarle si no se había olvidado de nada.
—¿No me olvidé de nada? —preguntó la madre. También Catarina sentía que se habían olvidado de algo, y ambas se miraban atónitas; porque si realmente habían olvidado, ahora era demasiado tarde. Una mujer arrastraba a un niño, el niño lloraba, otra vez sonó la campanilla de la estación… Mamá, dijo la mujer. Qué cosa habían olvidado decirse la una a la otra, y ahora era demasiado tarde. Le parecía que un día deberían haber dicho así: soy tu madre, Catarina. Y ella debería haber respondido: y yo soy tu hija.
—¡No vayas a coger un frío! —gritó Catarina. —Vamos, muchacha, acaso soy una niña —dijo la madre sin dejar no obstante de preocuparse de su propia apariencia. La mano sarmentosa, un poco trémula, arreglaba con delicadeza el ala del sombrero y Catarina sintió de súbito el deseo de preguntarle si había sido feliz con su padre:
—¡Recuerdos a la tía! —gritó.
—¡Sí, sí! —Mamá —dijo Catarina, porque un largo pitazo se había oído y en medio del humo las ruedas ya se movían.
—¡Catarina! —dijo la vieja con la boca abierta y los ojos asombrados, y al primer remezón la hija le vio llevarse las manos al sombrero: se la había hundido hasta la nariz, dejando aparecer apenas la nueva dentadura. El tren ya se movía y Catarina agitaba los brazos. El rostro de la madre desapareció un instante y reapareció ya sin el sombrero, el moño del cabello deshecho, cayendo en mechas blancas sobre los hombros como las de una doncella; el rostro estaba inclinado sin sonreír, tal vez incluso sin divisar ya a la hija distante. En medio del humo Catarina comenzó a caminar de regreso, fruncido el entrecejo, y en los ojos la malicia de los estrábicos. Sin la compañía de la madre, había recuperado el modo firme de caminar: sola era más fácil. Algunos hombres la miraban, ella era suave, un poco pesada de cuerpo. Caminaba serena, moderna en los trajes, los cabellos cortos pintados de un castaño rojizo. Y de tal modo se habían dispuesto las cosas que el amor doloroso le pareció la felicidad; todo estaba tan vivo y tierno alrededor, la calle sucia, los viejos tranvías, cáscaras de naranja, la fuerza fluía y refluía en su corazón con pesada riqueza. Estaba muy bonita en ese momento, tan elegante; integrada a su época y a la ciudad donde había nacido como si la hubiera escogido.
Cualquier persona adivinaría el gusto que esa mujer tenía por las cosas del mundo. Espiaba a las personas con insistencia, procurando fijar en aquellas figuras mutables su placer aún húmedo de lágrimas por la madre. Se desvió de los carros, logró acercarse al autobús burlando la fila, espiando con ironía; nada impediría que esa pequeña mujer que caminaba moviendo las caderas subiera otro escalón misterioso en sus días. El ascensor zumbaba en el calor de la playa. Abrió la puerta del apartamento mientras se liberaba de la gorra con la otra mano; parecía dispuesta a usufructuar de la anchura del mundo entero, camino abierto por su madre que le ardía en el pecho. Antonio apenas si levantó los ojos del libro. La tarde de sábado siempre había sido «suya», y, después de la partida de Severina, la recuperaba con placer, junto al pequeño gabinete.
—¿«Ella» se fue?
—Sí —respondió Catarina empujando la puerta del cuarto de su hijo. Ah, sí, allí estaba el niño, pensó con alivio súbito. Su hijo. Flaco y nervioso. Desde que se había puesto de pie caminaba con firmeza; pero casi a los cuatro años hablaba como si desconociera los verbos: constataba las cosas con frialdad, sin ligarlas entre ellas.
Allí estaba, moviendo el mantel mojado, exacto y distante. La mujer sentía un calor bueno y le gustaría detener al niño para siempre en este momento; le zafó el mantel de las manos con gesto de censura: ¡este chico! Pero el niño miraba indiferente el aire, comunicándose consigo mismo. Estaba siempre distraído. Nadie había logrado aún llamarle realmente la atención. La madre sacudía el mantel en el aire e impedía con su forma la visión del cuarto: mamá, dijo el niño. Catarina se dio vuelta con rapidez. Era la primera vez que él decía «mamá» en ese tono y sin pedir nada. Había sido más que una constatación: ¡mamá! La mujer siguió sacudiendo el mantel con violencia y se preguntó a quién podría contar lo que había sucedido, pero no encontró a nadie que entendiera lo que ella no pudiese explicar. Alisó el mantel con vigor antes de colgarlo a secarse. Tal vez pudiese contar, si cambiara la forma. Contaría que el hijo había dicho: mamá, ¿quién es Dios? No, tal vez: mamá, el niño quiere a Dios. Tal vez. Sólo en símbolos la verdad cabría, sólo en símbolos podrían recibirla. Con los ojos sonriendo de su mentira necesaria, y sobre todo de su propia simpleza, huyendo de Severina, de súbito la mujer rió de hecho al niño, no sólo con los ojos: el cuerpo todo rió quebrado, quebrado y envuelto, y una aspereza apareciendo como una ronquera. Fea, dijo entonces el chico, examinándola.
—Vamos a pasear —respondió ruborizándose, y tomándolo de la mano. Pasó por la sala, sin parar avisó al marido: ¡vamos a salir!, y abrió la puerta del apartamento. Antonio apenas si tuvo tiempo de levantar los ojos del libro; y, con sorpresa, espió la sala ya vacía. ¡Catarina!, llamó, pero ya se oía el ruido del ascensor descendiendo. ¿A dónde fueron?, se preguntó inquieto, tosiendo y sonándose la nariz. Porque el sábado era suyo, pero quería que su mujer y su hijo estuvieran en casa mientras él disfrutaba de su sábado. ¡Catarina!, llamó molesto aunque supiera que ella no podía ya oírlo. Se levantó, fue hasta la ventana y un segundo después divisó a su mujer y a su hijo en la acera.
Los dos se habían detenido, la mujer decidiendo acaso el camino a tomar. Y de pronto poniéndose en marcha. ¿Por qué andaba ella con tanta firmeza, asegurando la mano del niño? Por la ventana vio a su mujer prendiendo con fuerza la mano del niño y caminando deprisa, mirando fijamente hacia adelante; e, incluso sin ver, el hombre adivinaba su boca endurecida. El niño, no se sabía por qué oscura comprensión, también miraba fijamente al frente, sorprendido e ingenuo. Vistas desde arriba, las dos figuras perdían la perspectiva familiar, parecían pegadas al suelo y más oscuras a la luz del mar. Los cabellos del niño volaban… El marido se repitió la pregunta que, incluso bajo su inocencia de frase cotidiana, lo inquietó: ¿a dónde van? Veía preocupado que su mujer guiaba al niño y temía que en este momento en que ambos estaban fuera de su alcance ella transmitiera a su hijo… ¿pero ¿qué? «Catarina —pensó—, ¡Catarina, este niño todavía es inocente!». En qué momento ocurrió que la madre, apretando a un niño, le daba esa prisión de amor que se abatiría para siempre sobre el futuro hombre. Más tarde su hijo, ya hombre, solo, estaría de pie frente a esta misma ventana, golpeando el vidrio con los dedos; preso. Obligado a responder a un muerto. Quién sabría jamás en qué momento la madre transfería al hijo la herencia. Y con qué sombrío placer. Ahora madre e hijo comprendiéndose dentro del misterio compartido.
Además, nadie sabría de qué negras raíces se alimenta la libertad de un hombre, «Catarina —pensó con cólera—, ¡el niño es inocente!». Sin embargo, habían desaparecido por la playa. El misterio compartido. «¿Pero, y yo, y yo?», preguntó asustado. Los dos se habían marchado solos. Y él se había quedado. «Con su sábado». Y su gripa. En el apartamento ordenado, donde «todo fluía bien». ¿Quién sabe si su mujer estaba huyendo con el hijo de la sala de luz bien regulada, de los muebles bien escogidos, de las cortinas y de los cuadros? Había sido eso lo que él le había dado. Apartamento de un ingeniero. Y sabía que, si la mujer se aprovechaba la situación de un marido joven y lleno de futuro, la despreciaba también, con aquellos ojos mañosos, huyendo con su hijo nervioso y flaco. El hombre se inquietó. Porque no podría seguir dándole sino: más éxito. Y porque sabía que ella le ayudaría a conseguirlo y odiaría lo que consiguieran. Así era aquella calmada mujer de treinta y dos años que nunca hablaba desatinos, como si hubiera vivido siempre.
Las relaciones entre ambos eran tan tranquilas. A veces él trataba de humillarla, entraba al cuarto mientras ella se cambiaba de ropa porque sabía que detestaba ser vista desnuda. ¿Por qué le hacía falta humillarla? No obstante, él sabía muy bien que ella sólo sería de un hombre mientras fuera orgullosa. Pero se había habituado a volverla femenina de este modo: la humillaba con ternura, y luego ella sonreía, ¿sin rencor? Tal vez de todo eso hubieran nacido sus relaciones pacíficas, y aquellas conversaciones en voz tranquila que hacían la atmósfera de hogar para el niño. ¿O éste se irritaba a veces? En ocasiones el chico se irritaba, golpeaba el suelo con los pies, gritaba bajo pesadillas. De dónde había nacido esa criaturilla vibrante, sino de lo que su mujer y él habían recortado de la vida diaria. Vivían tan tranquilos que, si se acercaba un momento de alegría, se miraban rápidamente, casi irónicos, y los ojos de ambos decían: no vamos a gastarlo, no vamos ridículamente a usarlo. Como si hubieran vivido desde siempre. Pero él la había contemplado desde la ventana, la había visto andar deprisa, llevando de la mano al hijo, y se había dicho: ella está tomando el momento de alegría, sola. Se había sentido frustrado porque desde hacía mucho no podría vivir sino con ella. Y ella lograba tomar sus momentos, sola. Por ejemplo, ¿qué había hecho su mujer entre el tren y el apartamento? No que sospechara de ella, pero se inquietaba. La última luz de la tarde estaba pesada y se abatía con gravedad sobre los objetos. Las arenas estallaban secas. El día entero había estado bajo esa amenaza de irradiación. Que, en ese momento, aunque sin reventar, se ensordecía cada vez más y zumbaba en el ascensor ininterrumpido del edificio. Cuando Catarina volviera, cenarían apartando las mariposas. El niño gritaría en su primer sueño, Catarina interrumpiría un momento la cena… ¡¿y el ascensor no se detendría ni siquiera por un instante?! No, el ascensor no se detendría ni un instante. —Después de la cena iremos al cine —resolvió el hombre. Porque después del cine sería al fin de noche, y este día se quebraría con las olas en las rocas del Arpoador.
Cuento incluído en «Ficciones desde Brasil».