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Astrolabio Editores

Pollitos

Por Irene Kleiner

Dos o tres días pasan rápido, pensó Micaela, todavía pegada a la puerta. Dos o tres días y vendrían con su hermanita. Pero sintió un vacío en el estómago: la misma sensación de aquella vez, cuando  el colectivo arrancó sin que ella tuviera tiempo de saltar a los brazos de su papá que se quedó parado en el cordón, con las manos extendidas en el aire. 

La abuela se quitó el abrigo y lo dejó en una silla. Micaela la ayudó con las bolsas. No podía creer que hubiera traído tanta comida. La abuela empezó a abrir los paquetes: bombas de papa, buñuelos de acelga, empanadas de choclo. Pero Micaela no tenía hambre. 

Por suerte la abuela no insistió. Metió las cosas en la heladera y le dijo que si  no tenía ganas de comer no pasaba nada, que lo guardaría para la noche. Era raro que estuviera tan comprensiva, a veces era capaz de perseguirla por la casa para que comiera un poco más. 

-¿Al final qué nombre decidieron?

-Julia – dijo Micaela. 

-Me gusta, es lindo. Y no es de esos nombres raros que ponen ahora. Había una tía en la familia, vos no la conociste. Una mujer encantadora.  – Mirá lo que traje, te puedo enseñar – la abuela sacó dos agujas y un ovillo de lana. 

Micaela la miró sin decir nada. Tenía un nudo en la garganta y sabía que si abría la boca se iba a largar a llorar. Entonces la abuela guardó todo y propuso salir a dar una vuelta.

Caminaron unas cuadras, el día estaba fresco pero soleado. Al llegar a Rivadavia, unos chicos se amontonaban frente a la vidriera de una zapatería. Micaela se soltó de la mano de la abuela y corrió hasta ahí. Se acercó y entre codazos se hizo un lugar hasta llegar adelante. Nunca había visto algo así: los pollitos sueltos por todo el negocio, de un lado para otro, como si estuvieran apurados. Parecía una invasión de pompones amarillos.

-¿Vamos Miqui? -la voz de la abuela le llegó desde atrás.

-Mirá, abu…

-Sí, ya los vi. ¿Vamos a la heladería? -para la abuela había sido fácil llegar hasta donde estaba ella.

-Mirá, los regalan. Vamos.

-No, Miqui, no podemos.

-¿Por qué? Yo quiero. 

-Tus papás se van a enojar.

-No hay que pagar nada, abu…

-No es por la plata, es que ensucian -dijo la abuela. Pero Micaela ya estaba en la puerta del negocio. La abuela la siguió. – Justo ahora que va a nacer tu hermanita…tu mamá no va a querer, Miqui. 

-A mi mamá le van a gustar, ella me dejaría – a Micaela se le llenaron los ojos de lágrimas. – Te juro, abu, a mi mamá le gustan, como a mí, yo los voy a cuidar, vas a ver.

La abuela la miraba como si pensara en otra cosa, como si se hubiera olvidado del tema y estuviera muy lejos. Hasta que dijo que sí.

Entraron. El lugar era enorme. Hacía calor. Las voces retumbaban, se mezclaban con  el ruido de los pollitos  raspando el cartón. La fila avanzó rápido. Micaela agarró su caja. Le habían dado tres, a ella, porque era linda y tenía cara de portarse bien, eso le había dicho el señor de la zapatería, uno más que al resto de los chicos. Apretó la caja contra el pecho, sintió el movimiento de los pollitos que caminaban adentro. 

Llegaron a la casa y la abuela la ayudó a armarles una cuna parecida a la que habían armado con su mamá para Julia, sólo que ésta era sin volados ni puntillas; un canasto grande con un almohadón adentro. Mientras los acomodaba, Micaela les decía que iban a compartir esa cuna los tres, que era bastante grande como para que no se pelearan por el lugar y que debían aprender a compartir las cosas entre hermanos. Parecían contentos,  miraban para todos lados, sorprendidos y alegres. 

Esa noche no pudo dormir. A la madrugada buscó un buzo y tapó a los pollitos, había refrescado. Era la primera vez que  tenía una  responsabilidad tan grande. Era cierto lo que decían de los bebés, que son frágiles y necesitan ayuda para todo. Ahora  dependían de ella y un error podía ser terrible: si se olvidaba de ponerles la comida se morirían de hambre y si les ponía demasiada  podían atragantarse y ahogarse.

Pensaba cómo se las arreglarían cuando la abuela la llevara al sanatorio a ver a su hermanita y se quedaran solos en la casa, los pobres, tan chiquitos, ni siquiera podían salir del canasto para buscar la comida porque el borde era demasiado alto. Pero el papá había llamado y había dicho que todavía no podían ir, las cosas se habían complicado un poco. Eso dijo la abuela cuando la despertó. 

Entonces no era cuestión de perder tiempo, tenía que aprovechar para enseñarles  algunas cosas a los pollitos, así como ella iba a la escuela, ellos también tenían que aprender. Lo más importante era que pudieran salir solos del canasto. Armó un circuito de entrenamiento: los agarraba y los paraba sobre una especie de tobogán hecho con un cuaderno viejo para que lo escalaran: ellos movían las patas, querían correr y terminaban resbalando. Cubrió el cuaderno con una tela, pero eso empeoró las cosas, se quedaban enganchados y no podían despegar las patas.

 Todo un día de práctica y ningún progreso. Quizás era demasiada exigencia, pensó Micaela y recordó que su mamá decía que a los bebés hay que criarlos con mucho cariño y con paciencia. 

Lo mejor sería que se divirtieran y jugaran juntos como buenos hermanos.  Como si estuvieran en un parque de diversiones, Micaela los iba tirando de a uno por el tobogán y después los ponía en la punta de una regla de madera; daba un golpecito y ellos salían volando, tan alto que a veces alguno terminaba entre los lápices en el escritorio o arriba de la cama. Después los rescataba del lugar en donde habían aterrizado y comenzaba otra vez el circuito. Quedaban como mareados, apenas moviéndose hacia los costados. Quizás era el vértigo, o la emoción pero también podía ser una forma de pedir que los acariciara y les hiciera mimos, después de todo eran unos bebés. Entonces los acunaba; hundía los dedos entre las plumas  de terciopelo, hasta tocar una especie de bola carnosa que palpitaba, una carne tibia.

Los tenía así  un rato y cuando los veía más tranquilos los apoyaba en el canasto y los tapaba  para que durmieran. Le gustaba verlos calmarse con sus cuidados. Cuando Estuviera Julia en casa ya iba a tener bastante experiencia y la mamá iba a estar orgullosa de ella por cómo la iba a ayudar. 

Pero el que llegó esa tarde fue su papá. Sin la mamá y sin Julia. Entró apurado a buscar unos papeles y algo de ropa. Se sirvió un vaso de gaseosa y se sentó en la  cocina. Micaela corrió a buscar a los pollitos. 

– ¿Qué es esto?- dijo el padre cuando la vio.

Micaela  muda, abrazó el canasto. 

– ¿Me podés decir de dónde sacaron esta asquerosidad? – gritó el padre a la abuela que no decía nada, y lo miraba, apretando el repasador hecho un bollo. 

Micaela se fue al cuarto y no volvió a salir. Escuchó el portazo. Nunca había visto así a su papá, no parecía él. Y por qué todo se hacía tan largo y el tiempo era como chicle. No aguantaba más sin ver a su mamá.

 Al otro día la abuela le dijo que esa tarde sí iban a ir al sanatorio, que Julia estaba en una cuna especial, que iba a quedarse ahí hasta que se pusiera fuerte. Por eso no la iban a poder alzar pero sí la iban a ver a través de un vidrio. Dijo que había una complicación y fue raro cómo la abuela pronunció esa palabra; como si decirla le causara un dolor muy grande. “Hoy a la tarde vamos, te lo prometo”, dijo la abuela.  Y también dijo que había que rezar. A Micaela le pareció extraño; en su casa nunca se rezaba,  tampoco iban a la Iglesia, y ella creía que su abuela no era de hacer esas cosas. Pero le hizo caso igual: se arrodilló, juntó las manos y repitió unas cuantas veces “por Julia”, hasta que pensó que si Dios iba a escucharla podía pedir lo que más quería: que todos volvieran a la casa, con ella.

 En eso estaba cuando sonó el teléfono y la abuela corrió a atender. Micaela la siguió: la abuela apenas dijo unas pocas palabras, como un murmullo y cuando cortó, la abrazó con fuerza, con tanta fuerza que a ella le dolió pero igual se quedó, quieta, pegada a ese pecho que se sacudía por el llanto. Iban a ir a ver a la mamá, como se lo había prometido, dijo la abuela, pero a Julia no, Julia no había podido ponerse fuerte, y ya no se iba a despertar. 

¿Qué era lo que le estaba diciendo la abuela? ¿Cómo iba a ponerse fuerte su hermanita de un día para el otro? Los bebés son chiquitos, débiles; nacen así. Con el tiempo van creciendo y se van poniendo fuertes. Pero no despertarse era otra cosa ¿se había muerto? ¿Eso era lo que la abuela trataba de decirle? ¿Por qué la abuela no le explicaba? ¿Acaso los bebés podían morirse? Nunca se lo había imaginado. ¿Y qué hacían con los bebés muertos? Porque a los corderitos los meten en una bolsa, ella lo había visto en el campo de Tandil, en esas vacaciones, cuando uno nació como dormido y la señora de la chacra dijo que estaba muerto y lo metió en una bolsa negra. ¿A Julia también la iban a meter en una bolsa negra?

La abuela dijo algo de los angelitos pero ella no quiso escucharla. Se soltó de ese abrazo que la ahogaba y corrió al cuarto. Los pollitos no estaban en el canasto; no sabía cómo habían podido salir. Empezó a buscarlos; escuchó unos ruidos que venían del cuarto de Julia. Se asomó: ahí estaban los tres, picoteando el osito gris del que brotaban miles de bolitas blancas de telgopor.  Pero ¿cómo? ¿ellos lo sabían? ¿sabían lo que le había pasado a Julia? Los llamó pero ya no le hacían caso, no la reconocían, se escabullían entre los juguetes y en cuanto podían, seguían picoteando al  oso que estaba destrozado sobre la alfombra,  rodeado de sus tripas. Cómo podía ser que atacaran así a un ser indefenso. Daban vueltas por el cuarto como si nada,  parecían buscar entre los muñecos al más débil para atacarlo. Estaban tan cambiados, malos,  con sus patas feas. Los tres caminaban entre los juguetes, las plumas cubiertas de bolitas blancas como si fueran una postal de Nochebuena. Los ojos les brillaban de maldad.

 Micaela los miró confundida, sin entender cómo fue que había querido traerlos a su casa, cómo los empezó a querer, si a ella nunca le habían gustado los pollitos: eran torpes y los ojos como puntas de alfileres. Su papá tenía razón: daban asco.

Sintió un escalofrío: uno de los tres se le había subido al pie. Se lo sacudió y de una patada lo revoleó por el aire: el pollito quedó tirado en el piso, en un rincón. A los otros dos los metió en una bolsa, al que había  revoleado lo dejó  donde estaba, aturdido. Abrió los bordes de la bolsa, apoyó la boca y sopló; con todo el asco del mundo  hasta que la bolsa se infló como un globo. Hizo un nudo. Los pollitos movían las patas con desesperación, seguían así, pero los chillidos se habían apagado. Malditos, pensó. 

Entonces, escuchó el rugido del motor. Se asomó a la ventana; el camión de la basura, parado frente al semáforo, esperando. Miró por última vez a los pollitos. Ellos sí habían podido ponerse fuertes pero para qué, si eran asquerosos. Malditos y asquerosos, les gritó. Contó hasta tres y tiró la bolsa al medio de la calle, justo delante de una de las ruedas del camión que estaba a punto de arrancar. Cerró la ventana, se dio vuelta, y se acercó despacio al rincón: ahora sólo le quedaba el último.

Cuento incluido en el libro: «Todos los mundos, ninguno». Ed. Hormigas Negras

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